Causas de canonización

Causas de Canonización en Arquidiócesis de Monterrey

!No tengan miedo a ser santos!, es la exhortación que nos hizo permanentemente el Beato Juan Pablo II, tanto en sus predicaciones como en su testimonio de vida.
Ser santo consiste, sencillamente, en encauzar -sin miedo, ciertamente- nuestras acciones hacia Dios, primer origen y última meta nuestros. Cada bautizado tiene su peculiar forma de realizar la santidad, según sus actitudes y deberes.
No se nace santo, pero todos estamos llamados a serlo: "Sed santos porque Yo, vuestro Dios, soy Santo". El santo por antonomasia es un hombre maduro en su vida teologal, moral y psicológica.
Sabemos que, para que la Iglesia reconozca oficialmente la santidad de alguien -el mérito, pues, para estar en cualquier altar del mundo-, se requiere de un proceso.
Se ha introducido cerca de un centenar de causas de mexicanos a los que, por su especial y ejemplar santidad, se quiere llevar a la canonización, el más alto nivel del reconocimiento oficial de la Iglesia.
Nuestra Arquidiócesis tiene a cinco hermanos nuestros en este proceso.

Pbro. Raymundo Jardón Herrera

Pbro. Raymundo Jardón Herrera
Nació en un pequeño poblado escondido. Su vida no fue muy larga; apenas llegó a los cuarenta y seis años de edad. Tocó de paso unas cuantas ciudades y la mayor parte de su vida transcurrió en la ciudad de Monterrey, en donde ejerció su ministerio sacerdotal hasta su muerte.

A los tres días de nacido recibió el Santo Bautismo en la Parroquia de San Francisco de su pueblo natal, Tenancingo, Estado de México. Además de Raymundo se le puso el nombre de Fructuoso, como señalando ya su vida fecunda.

Su padre, Jacinto Jardón, era jornalero y trabajaba arduamente para sostener a su familia de catorce hijos. Su madre, Paula Herrera, era una mujer sin estudios. La laboriosidad y religiosidad de sus padres contribuyeron a su formación. Siendo todavía un chiquillo, Raymundo trabajó en un taller de rebozos para ayudar a su familia. Con la ayuda del párroco de su pueblo ingresó al Colegio Pio Gregoriano de Tenancingo, destacándose por su aplicación y aprovechamiento.

El señor Obispo Don Francisco Plancarte y Navarrete, recién nombrado Obispo de Cuernavaca, llega a Tenancingo en busca de vocaciones y lo lleva a su Seminario. Poco después lo hace su familiar y cuando ese Prelado es trasladado a Monterrey lo trae consigo.

Es ordenado sacerdote en la Catedral de Saltillo. Canta su primera misa en Cuernavaca y regresa a Monterrey donde empieza a ejercer su ministerio en la Catedral. Su apostolado sacerdotal fue una bendición para esa comunidad. No hubo categorías sociales para su corazón. Para él todos eran iguales.

Confiaba siempre en la Providencia; era el secreto de su audacia. Otro secreto de su vida incansable era su amor a Dios; un amor tierno, ardiente, apasionado. Los que lo conocieron recuerdan cómo su voz, sin necesidad de micrófono, sacudía las paredes de la Catedral. Vibraba su voz, su alma, su cuerpo; era el fuego, el volcán que ardía en su corazón.

Como prolongación de ese amor a Dios había en su fisonomía espiritual ese otro amor esencial: su amor a las almas, a los niños, a sus papeleritos y boleritos, a sus muchachos Congregantes; en fin, a todas aquellas personas necesitadas, especialmente a las viudas pobres.

El padre Jardón era sacerdote hasta la médula de los huesos. Fué un hombre de intensa oración, de recia fe; un hombre en constante lucha contra el pecado; hombre pastoral apasionado por la predicación, el confesionario, la catequesis y la visita a los enfermos. Un hombre sin ambiciones que quiso ser sacerdote para salvar almas, hombre evangélico que se inclinó por los pobres. Todos los días practicó la caridad derramando bienes sobre todos los necesitados. Ejemplo de su generosidad y amor al prójimo son todos y cada uno de los actos de su vida. Para él, lo más natural era desprenderse de lo que tenía para aliviar necesidades ajenas. Cuanto caía en sus manos lo daba más adelante.

Durante la persecución religiosa en nuestro País fue desterrado en dos ocasiones. Cordial guadalupano avivó el amor de sus feligreses hacia la Patrona de México. La llamaba "mi morenita" y muchas veces en sus sermones, al referirse a Ella, la emoción le entrecortaba la voz. Iniciador de las peregrinaciones al Santuario de Guadalupe llevó solemnemente en el año 1922, la imagen que se venera todavía en el altar mayor de la nueva Basílica.

El día en que Dios lo recogió fue muy significativo: el 6 de enero, fiesta de la Epifanía, cuando el pueblo cristiano celebra a los Santos Reyes. La noticia se propagó con inusitada rapidez por todo Monterrey, no únicamente entre los feligreses y entre los católicos, sino en toda la ciudad, provocando lágrimas y lamentos. Creyentes e incrédulos se hicieron presentes en las honras fúnebres y en el entierro, cuyo cortejo cubría más de veinte cuadras.

Pbro. Pablo Cervantes Perusquía

Pbro. Pablo Cervantes Perusquía
Sacerdote mexicano nacido el 15 de enero de 1891 en Amealco, Querétaro hijo de Eduardo Cervantes y María Perusquía. A la edad de 6 años quedó huérfano de madre siendo su padre el que le enseñó la doctrina cristiana y la práctica de las virtudes, siendo su padre abogado también le daba clases de matemáticas, astronomía, latín y griego.

En 1901 su padre, don Eduardo inscribió a su hijo en el Seminario Diocesano. 1909 suspende sus estudios por una fuerte anemia lo que lo obliga a dejar sus estudios y volver a su casa ayudando a su familia y al cura en la parroquia en los actos litúrgicos y catequesis El Arzobispo de Linares-Monterrey visita Amealco y allí conoce al joven Pablo del cual el cura Velázquez le da las mejores referencias de él.

Al conocer el celo apostólico de Pablo y su devoción en los actos litúrgicos lo invita a terminar sus estudios en la Arquidiócesis de Monterrey, Iglesia tan necesitada de operarios. Él acepta y se traslada a la ciudad de México.

En 1910 Pablo es enviado a Roma para continuar sus estudios, ingresó a la Pontificia Universidad Gregoriana Sus deseos de aprender los saciaba con la doctrina escolástica, con una mente ágil y amante de profundizar sus calificaciones fueron siempre buenas, pues unía la inteligencia y el empeño estudioso. En octubre de 1911 recibe la tonsura de manos del Cardenal Respighi en la Capilla del Colegio Alemán. en el mes de Diciembre de 1912 fue ordenado ostiario y lector en la Basílica de Letrán. En 1913 recibe el Diaconado.

El 11 de abril de 1914 fue su Ordenación Sacerdotal de manos del Cardenal Basilio Pompilii, la ordenación fue en San Juan de Letrán el sábado de Gloria del año mencionado. El 13 de julio de 1914 recibe los lauros académicos de Doctor en Teología en la Pontificia Universidad Gregoriana. El 8 de septiembre del mismo año llega a Veracruz, el día 22 celebra su primer misa en tierra mexicana. El 6 de enero se encontraba en Amealco, su tierra natal y ahí celebra su primer misa el 15 de enero.

El 10 de febrero llega a la Catedral de Monterrey y celebra su primer misa en el Sagrario Catedralicio, fue nombrado capellán de la religiosas del Verbo Encarnado. Siempre alternaba con sus cargos el ministerio sacerdotal de la predicación y del confesionario. Cuando cerraron los templos en 1926 por la persecución religiosa el Padre Cervantes se las ingenió para mantener la antorcha de la fe en la oscuridad de las catacumbas mexicanas. Vivía en compañía de otros sacerdotes en una casa particular, salía disfrazado de civil para desempeñar su ministerio sacerdotal y dando clases a los seminaristas que habían sido repartidos como hijos de familia en casas honorables.

Sor Gloria María de Jesús

Sor Gloria María de Jesús
Gloria Esperanza Elizondo García nació en Durango, Dgo. El 26 de Agosto de 1908, siendo sus padres el Sr. Alberto Elizondo González y la Sra. Otila García Peña. Fue bautizada el 13 de Septiembre del mismo año en la Parroquia del Sagrario Metropolitano, de la ciudad de Durango, y recibió la Confirmación en la Catedral de dicha ciudad.

Durante la Revolución, su familia tuvo que trasladarse a la ciudad de Monterrey, en donde hizo su Primera comunión el 8 de Mayo de 1919. A los 13 años de edad terminó su Carrera Comercial, graduándose en Teneduría de Libros.

Desde muy joven demostró su amor al apostolado y una gran caridad para con sus semejantes. Su primero trabajo apostólico lo realizó en el antiguo Hospital González, en donde visitaba a los enfermos mentales. Su apostolado también tuvo como campo de acción la Penitenciaria del Estado, teniendo siempre especial solicitud por la sección de mujeres.

En 1941, se estableció por su cuenta abriendo la Empacadora de Mariscos “Productos Cruz de Oro”, en Ciudad Victoria, Tamps., encontrando en ese lugar un amplio campo para desarrollar un intenso apostolado.

Motivó a las Señoras y a las jóvenes para que se integraran a la Acción Católica. Organizó conferencias para profesionistas y maestros sobre temas religiosos, algo nunca antes visto en aquella ciudad. Realizó mesas redondas para matrimonios y le dio un gran impulso al Catecismo de los niños, por los que tuvo siempre una gran predilección. Llevo a las Madres de la Caridad del Refugio a fin de que establecieran una casa para ayudar a las jóvenes desorientadas. Asimismo, solicito religiosas del Divino Pastor para fundar un colegio católico de niñas.

A los humildes pescadores del poblado “La Pesca” les llevaba con frecuencia a las Misioneras Catequistas de los Pobres, quienes culminaban sus misiones con numerosos matrimonios, bautizos y primeras comuniones.

A los habitantes de Tamatán les construyó un templo dedicado a Nuestra Señora del Sagrado Corazón, el cual fue consagrado el 12 de Mayo de 1948.

Habiéndose regresado a Monterrey, entró en la congregación de las Misioneras Catequistas de los Pobres, el 16 de Julio de 1954. Recién ingresada en la Congregación, escribió un libro “Jesucristo”, del que se imprimió un total de 90,000 ejemplares, en 3 ediciones.

Hizo su primera Profesión Religiosa el 16 de Abril de 1957, tomando el nombre de Sor Gloria María de Jesús. Recién profesa, la nombraron Delegada ante la Pontificia Unión Misional de Clero (P.U.M.C.). En Mayo de 1959 fue nombrada Maestra de Postulantes. El 20 de Mayo de 1961 fue elegida Superiora General del Instituto; dos días después, hizo sus Votos Perpetuos.

A iniciativa suya se inició en la Arquidiócesis de Monterrey el Movimiento de “Cursillos de Cristiandad” para damas, celebrándose el primero de ellos el día 27 de Enero de 1962.

En 1965 dio inicio su enfermedad. Recibió la Unción de los Enfermos el 12 de Noviembre de 1966, y durmió en la Paz del Señor el 8 de Diciembre de ese año, fiesta de la Inmaculada Concepción, a quien ella amaba con exquisita ternura.

Pbro. Juan José Hinojosa Cantú

Pbro. Juan José Hinojosa Cantú
Nació el 24 de Noviembre de 1874 en Agualeguas, N. L. en el seno de una familia profundamente cristiana. Es ordenado Sacerdote el 27 de Diciembre de 1897 en Catedral de Monterey, 10 días después, el 6 de Enero de 1898 celebra su primera canta-misa, en la Iglesia Parroquial de Agualeguas, N. L. .

Tuvo una relevante participación en la formación del Clero Diocesano. Se desempeñó en el Seminario como Maestro y Superior fungiendo además como un afable Director Espiritual de los futuros sacerdotes. El 13 de Mayo de 1917, en una época de grave turbulencia y confusión ideológica y religiosa en nuestro País, y en feliz coincidencia con la primera aparición de la Virgen de Fátima, en Portugal, el Padre Hinojosa funda su obra predilecta: la Congregación Mariana de María Inmaculada y San Luis Gonzaga, con un grupo de adolescentes, convencido que era la mejor edad para forjar sólidas bases morales: la conciencia, la personalidad y el espíritu de los verdaderos apóstoles de Cristo, bajo el amparo de su Madre María Santísima. Esta fundación la denominaría posteriormente Congregación Mariana del Roble. Durante casi cuarenta años de incansable actividad apostólica, se caracterizó por la práctica heróica de las virtudes humanas, por su valiosa labor como Director Espiritual, y por su entrega incondicional a la niñez y la juventud, dejando un campo amorosamente cultivado que produjo innumerables frutos a la comunidad.

El Padre Hinojosa falleció –en fama de santidad- el 10 de diciembre de 1935. El amor a Cristo y la tierna devoción que profesaba a la Santísima Virgen lo transmitía en todos sus actos. Era tan intensa su fe ardiente en la presencia de Cristo en la Sagrada Eucaristía que inolvidables veces lo llevó al éxtasis y la levitación al momento de la Consagración.

El 4 de Noviembre de 1994 se clausura el proceso de canonización a nivel diocesano. El 12 de mayo de 1995, el Excmo. Angelis Card. Fellice, Prefecto de la Congregación para la Causa de los Santos en la Santa Sede, firma la validez del proceso iniciándose de esta forma los trámites en el Vaticano del Siervo de Dios, Cngo. Juan José Hinojosa Cantú.

Sor Gloria María de Jesús

Mons. Guillermo Tritschler Córdova
Guillermo Tritschler y Córdova nació el día 6 de julio del año 1878, en la pequeña y apartada ciudad de Chalchicomula, Estado de Puebla, México, hijo de cristiano matrimonio de Don Martin Tritschler y Doña Rosa Córdova; fue bautizado y confirmado en la iglesia parroquial de esta misma ciudad, en la cual también recibió su primera comunión.

A la edad de 10 años fue llevado a Roma, e ingresó como alumno de Humanidades en el Pontificio Colegio Pío Latino Americano, donde había de vivir durante catorce años hasta su regreso a México; inscrito después en la Universidad Gregoriana hizo en grande aprovechamiento los estudios de Filosofía, Teología y Derecho Canónico graduándose de Doctor en dichas facultades, con merecido elogio de sus maestros y aplauso de sus condiscípulos.

Durante su estancia en Roma manifestó gran solicitud por el progreso en las ciencias eclesiásticas, pero mayor fue su cuidado por adelantar en la virtud, y adquirir la santidad que exige el sacerdocio; su conducta fue siempre ejemplar, y la observó en forma sencilla y natural, con grande aprecio de sus superiores, y no menor estima de sus compañeros, que bien conocían sus virtudes y su ciencia.

Habiendo regresado a México, fue consagrado sacerdote, en la ciudad de Puebla el día 19 Junio de 1904, por su hermano, Don Martin Tritschler, Arzobispo de Yucatán, y celebró su primera misa en el Santuario Mariano de Ocotlán Tlaxcala, a los dos días de su consagración sacerdotal. Poco después fue designado al magisterio en el Seminario Conciliar de la Ciudad de México, para enseñar sucesivamente Humanidades, Filosofía y Teología, durante veintiséis años, terminando como director espiritual, cargo en el que, incansable, desarrolló su obra, callada, muy peculiar suya, de la dirección espiritual de las almas y formación del espíritu eclesiástico en los candidatos al sacerdocio, quienes al correr de los tiempos formaron una pléyade de sacerdotes virtuosos, fieles a su dignidad y misión, a la altura de los tiempos de prueba en la persecución religiosa; procuró grabar en ellos la devoción a la Sagrada Eucaristía, el amor filial a la Santísima Virgen María, y la obediencia y adhesión al Sumo Pontífice. Les hizo apreciar la liturgia, de la cual era observante en sumo grado, y el canto gregoriano; formó también en ellos el sentido del arte cristiano, como medio para cautivar y fomentar la piedad en los fieles.

Su consejo en el augusto tribunal de la penitencia, despertaba en nuestras almas juveniles, los ideales dormidos y engendraba otros nuevos, encendía los entusiasmos con soplo alentador, apagaba los volcanes de los dieciocho años con palabras sonrientes, regaba las arideces espirituales en los días de turbación (Hermilo Camacho, Canónigo, Profesor, Seminario de México).

Su corazón tuvo siempre un diálogo de paz y de ternura junto al cristal de la pureza con el ascua más ardiente de amor de padre. Era su sed el amor de Dios y de la Iglesia los que lo hacían profundamente discreto para guiar a los que paso a paso marchaban al santuario (Ángel María Garibay, Monseñor Canónigo Doctoral de la Basílica de Guadalupe).

Si fue forjador de almas sacerdotales, fue también sabio director de muchas almas de congregaciones religiosas, y aún de no pocos seglares, que siempre lo buscaban en el tribunal de la penitencia, y anhelaban sus consejos y sus luces.

Aún viven personas, hoy hombres recios que lo recuerdan con cariño y gratitud por que a él le deben la perseverancia en la fe, la alegría y la voluntad de vivir cristianamente, la conformidad con su suerte y trabajo, y sobre todo el temor y amor de Dios, que él les infundió en la niñez y juventud con sus consejos y ejemplos.

Fue apóstol infatigable, ejemplar, en la enseñanza de la doctrina cristiana, que con suma claridad y sencillez impartía en varios templos de las colonias pobres de la ciudad de México; aprovechaba las vacaciones lectivas del Seminario para ir a los pequeños poblados y a las parroquias rurales, a convivir con los párrocos y ayudarles en su obra ministerial. Su apostolado catequístico cristalizó entonces en el nacimiento de una floreciente Congregación Religiosa, denominada Misioneras Catequistas de los Sagrados Corazones de Jesús y María, que lo estiman y veneran como su Padre Fundador.

Cuando se desató la persecución religiosa en México, años de 1926 a 1929, invadido el seminario por las huestes perseguidoras, y llevados a prisión maestros y alumnos, habiendo quedado él a salvo por no estar en el Seminario en el momento de la invasión, trabajó por la libertad así de maestros como de los alumnos, y también de que no les faltase alimento en la prisión. A gestión suya, y arrostrando los peligros de la persecución, se fundaron secciones substitutas del Seminario en varios lugares de la ciudad, a fin de que los seminaristas volvieran a la vida de comunidad y prosiguieran sus estudios; en todos esos lugares semiocultos, no dejó de impartir a los mismos seminaristas la asistencia espiritual, ayudándoles a la vez con su ejemplo de grande entereza.

Terminada la persecución religiosa, y gozando ya la iglesia de una relativa libertad, fue nombrado Canónigo Penitenciario de la Catedral Metropolitana de México, oficio que aceptó por obediencia y que le dio la oportunidad de seguir desarrollando con mayor amplitud su ministerio singular de director de almas; su confesionario, aún fuera de las horas del servicio coral, estaba siempre rodeado de toda clase de personas, que esperaban de él sus sabios y prudentes consejos.

Los recuerdos mas salientes, que hasta la fecha perduran de toda esa época sacerdotal, son la amabilidad y paciencia que mostró siempre para con los niños, la bondad para con las personas mayores, y la gran caridad para con los pobres y necesitados; y para con todos el sentido de Dios, que con su trato inspiraba siempre. A estas virtudes hay que añadir el recuerdo de su amor a la pobreza evangélica; no pocas veces tenía que pedir prestado unos pocos centavos para pagar su pasaje del tranvía o autobús del regreso al seminario, porque aún el estipendio de la misa del día lo había ya distribuido entre los pobres.

El Papa Pío XI lo preconizó Obispo para la diócesis de San Luis Potosí, y al serle comunicada esta designación, llevado por su sincera humildad, escribió a Roma, rogando que fuera eximido de tan alta dignidad, exponiendo las siguientes razones: porque no sabía predicar, y el obispo no cumple con su deber si no predica; porque no sabía escribir, el obispo debería escribir cartas pastorales; porque nunca había ejercitado autoridad sobre alguna persona, ni sabía reprender; y finalmente porque no sabía manejar dinero. Nada consiguió con tales razones que reflejaban su sencillez y humildad, pues la Santa Sede publicó su nombramiento, y fue ordenado obispo por su mismo hermano, el todavía Arzobispo de Yucatán, Don Martin Tritschler y Córdova, en la basílica Nacional de Santa María de Guadalupe, el día 22 de abril de 1931.

Ordenado ya Obispo de San Luis Potosí quiso tomar posesión de su diócesis poco antes de la fiesta de Pentecostés, a fin de prepararse con todos sus diocesanos a celebrar de la mejor manera esta festividad e implorar así las luces del Espíritu Santo.

Diez años después fue promovido al arzobispado metropolitano de Monterrey, y al tomar posesión de su nueva Diócesis hizo votos porque se avivara más la fe del pueblo, con la firme esperanza de que la ciudad de Monterrey, capital del Estado y centro importante de masas obreras fuera con favor de Dios, el terreno más apto para realizar la aspiración de armonía en todas las clases sociales, basada en la justicia social y en la caridad cristiana.

En una y otra diócesis desplegó infatigable celo pastoral por la grey que le había sido encomendada, basado siempre en el esfuerzo constante de su santificación propia. Como matiz especial de su vida espiritual y a la vez pastoral fue la sólida devoción a la Santísima Trinidad, y en particular al Padre Celestial, del cual decía: “Lo tenemos un tanto olvidado, lo citamos y lo recomendamos las más de las veces en teoría, en doctrina, pero no en la intimidad filial; todos tratamos a Cristo como mediador, por él se llega al Padre; con el Espíritu Santo también tenemos comunicación pidiendo su luz, su amor, su gracia, lo cual está muy bien y debemos fomentarlo; más conviene relacionarnos con la primera persona divina, y comunicarnos con ella de manera más inmediata, filial, confidencial, llenos de confianza, es nuestro Padre”. Constantemente trataba de inculcar a los diocesanos su sistema espiritual de la intimidad filial y confiada con nuestro Padre Dios, así como cuando hablaba a los fieles, aunque fuera en la mas humilde capilla rural, como en los templos de las ciudades, ya en las visitas pastorales, ya en las grandes solemnidades; en todas estas ocasiones iniciaba siempre sus pláticas con instrucciones catequísticas con la doxología a la augusta Trinidad, añadiendo tres Ave Marías.

Igualmente enseñaba que para ser un alma sencilla y humilde, debía uno ser amante de la Sagrada Eucaristía, y trabajar mucho porque todos amaran y recibieran este sacramento. Con insistencia recomendaba a sus diocesanos la frecuencia de la sagrada comunión. A sus sacerdotes aconsejaba que por todo los medios e industrias fomentaran la adoración y el culto a la Sagrada Eucaristía, haciéndoles ver que el nivel de la piedad y santidad de un pueblo se estima por el número de comuniones sacramentales, por las visitas al Santísimo Sacramento, por la participación activa en la santa Misa, y también por el rezo del Rosario a la virgen Santísima.

En cuanto al culto y devoción a la Santísima Virgen María, profesaba un amor profundo y filial a la augusta Madre de Dios; lo recomendaba y mucho a los sacerdotes y a los seminaristas, a las religiosas, y a todos los seglares que trataba; era propagador asiduo y entusiasta del Santo Rosario meditado, ésta fue una de sus prácticas piadosas, constantes y marcadas. En una de sus Cartas Circulares dirigida a sus diocesanos, decía: el (14 de Mayo de 1931) víspera de la toma de posesión de San Luis Potosí, “al venir de México, quise traspasar los límites de la diócesis rezando por el triunfo de esta devoción; porque domine por todos los ámbitos de la diócesis, porque desaparezcan las inveteradas rutinas que sofocan su desarrollo en extensión y profundidad”.

El Seminario diocesano fue su preocupación constante, y puso en la formación de los seminaristas toda su atención y todo su celo pastoral; el Seminario era para él su pusillus grex en el cual tenía puesto el corazón.

Para con los seminaristas fue verdadero padre, lleno de caridad y bondad; visitaba a menudo el Seminario; los primeros viernes de mes allí celebraba la santa misa en honor del Sagrado Corazón de Jesús, y dirigía a los seminaristas una docta plática, teológica, oportuna y práctica, con unción y brevedad; se complacía en gran manera en explicarles las epístolas de San Pablo, los comentarios de San Agustín y los principios de espiritualidad de San Francisco de Sales.

Estableció como costumbre que los seminaristas le acompañaran, sobre todo en la vida pastoral, con el fin de tratarlos más de cerca, y formarse así un concepto más cabal de sus cualidades e inclinaciones, y orientarlos discretamente en su vocación. En el mismo seminario dedicaba gran parte del tiempo para que lo entrevistaran y lo consultaran con entera libertad, para ayudarlos y aconsejarlos. En cierta ocasión un candidato al subdiaconado llegó a él, la víspera de su ordenación, lleno de temores, y le dijo: Señor Obispo, aún no me resuelvo a recibir el subdiaconado, tengo miedo de llegar a ser un sacerdote malo, y él le respondió: guarda siempre en tu corazón ese miedo, pero compra tu Breviario, y adelante, Dios sabe mejor lo que podemos hacer con su gracia.

Antes de conferir las órdenes, llamaba a los aspirantes, y en amena y paternal conversación sondeaba sus intenciones, ideales y aspiraciones, les hacía comprender la excelencia como también las grandes cargas del sacerdocio, y al mismo tiempo las graves necesidades de la diócesis; así aleccionados los candidatos se resolvían de buen grado a recibir las ordenes sagradas, dispuestos a cumplir los serios compromisos que el sacerdote contrae con Dios y con su Iglesia. Después él procedía con firmeza, ordenaba cuanto era necesario y practicados los trámites según derecho, confería las órdenes siguiendo con fidelidad las normas del ceremonial.

Para con los sacerdotes su trato fue siempre prudente y comprensivo, con amabilidad y benignidad de padre y sinceridad de amigo; y como tenía el dominio de juicio y de su palabra prudente, jamás se dejaba llevar ni envolver por las primeras impresiones, observaba, meditaba y pasaba la reflexión, aconsejaba, sugería, convencía aún a los espíritus más reacios; tenía el don de la comprensión, comprendía a todos y sabía decirles lo que debía hacerse.

En los problemas más difíciles ya personales, o del ministerio parroquial, los sacerdotes siempre obtenían de él una solución oportuna, convencidos de que estaban respaldados por el consejo seguro del Prelado que sabía estar sereno y sonreír ante las mayores dificultades, confiado como él mismo decía, “en nuestro Padre Dios, que siempre obra tras los velos de la casualidad”. Durante una misión rural en la Huasteca Potosina, se le acercó uno de los sacerdotes, lleno de angustia y turbado porque los fieles no habían aprendido toda la doctrina, y le preguntó: ¿Señor Obispo, que hacemos para confesar a las parejas de amancebados y a los niños de primera comunión, si no saben todas las verdades de nuestra fe? El respondió: basta que aprendan y comprendan bien que Dios existe y que nos ha de juzgar y premiar; lo demás déjaselo a Nuestro Señor y a su gracia; no es posible que estas pobres almas aprendan todas las tesis de la teología.

Aconsejaba a los sacerdotes el estudio y la oración, especialmente a los recién ordenados. Les decía: lean cada día, siquiera durante media hora, su teología, y si hoy no pueden hacer esta lectura por los ministerios, a la mañana siguiente dedíquenle una hora entera; se admirarán ustedes del gran fruto de esta media hora diaria de repaso y de recuerdo de la ciencia de Dios. Otra cosa que yo nunca omitiría, proseguía diciéndoles, es el rezo del brevario, a medida que envejecemos reflexionamos más y comprendemos mejor su contenido, tenía también el dominio de la estética y el sentido religioso de la liturgia, y su celo pastoral lo llevó siempre a procurar que la casa material de Dios, los templos, fueran en sus líneas arquitectónicas y decoración, llenos de espiritualidad conveniente, a fin de promover con mayor dignidad y esplendor el culto divino y todas las ceremonias litúrgicas, encaminando todo a proporcionar siempre a los fieles el recogimiento y la elevación en los recintos sagrados.

Para con todas las demás personas su trato fue siempre de edificación, sencillo y prudente: “Su ciencia y virtudes le ganaron, en San Luis Potosí, las almas; no hay una, que indócil o insumisa, dejara de rendirle; ninguna que en sus mandatos, advertencias o consejos, desconociera el poder de su ejemplo, la rectitud de su juicio, la alteza de su doctrina. Aun en su trato familiar, amigable, todos hemos sentido estar con un varón de singular nobleza, ¿quien le ha visto alzar el tono por desazón o enfado? ¿Qué palabra dura o amarga han vertido sus labios? Siempre sereno, siempre benigno, siempre afable, así en las cosas prósperas como en las adversas, da bien a conocer hallarse muy arriba de las pasiones que nos acosan y veleidades que nos torturan.

El lema de su escudo episcopal “crescamus in illo per omnia” fue la expresión más fiel, del programa que realizó en toda su vida, ya como director de almas en el sacramento de la confesión, ya como pastor en el gobierno de las dos diócesis confiadas a su cuidado. Su acción pastoral tuvo muchos aspectos y denominaciones, pero toda manaba de un mismo venero: su entrega a Dios como objeto total y término de su vida.

El fin al que siempre aspiraba era Dios mismo; y de ese fin, de esa sed de Dios brotaba su apostolado, que tenía como punto de partida la oración. Su vida era unión íntima con Dios mediante la oración y aun de la contemplación, no obstante las múltiples atenciones de su cargo sobre todo episcopal. A la oración añadía el ejercicio perseverante de las virtudes sacerdotales, y de los dones del Espíritu Santo, con admirable sencillez, sin actitudes forzadas, ni exageradas, sino con una espiritualidad no común, libre, espontánea, y a la par robusta y varonil. Se mostró siempre varón virtuoso, sacrificado, fuerte hombre de estudio y oración, comprensivo y humano; en su consejo profundo y prudente; en las situaciones complicadas daba la solución más natural y obvia, con serenidad y tranquilidad de espíritu. Asceta él mismo, y maestro de ascética para los demás; el cuerpo con la higiene, la naturaleza con su arte, la gracia con sus virtudes y el tiempo con su eternidad; fue propugnador incansable del equilibrio psicológico; con cuanta convicción decía esta frase: “después de la gracia de Dios ningún don mayor que unos nervios tranquilos”.

Dos grandes principios formaron el cuerpo de su arte admirable para dirigir las conciencias: uno sobrenatural, la paternidad divina, otro natural, el desarrollo tranquilo del propio temperamento y de las propias aptitudes. Estos principios se los aplicó así mismo, y los aplicó a las almas que trató de acercar a Dios. “Tata Dios arriba ordena, decía en frase jovial, aunque ese Dios a veces mande contra nuestro modo de pensar, muchas veces nos hace sufrir, pero nosotros, aquí abajo, debemos sujetarnos siempre a su voluntad, hacer la voluntad de Dios, aceptar sus disposiciones con un cuerpo mientras más sano, mejor, y mientras más naturalmente y sin esfuerzo, mejor.” Y sin embargo, siendo asceta, nunca sentó catedra, a pesar de sus firmes principios, sino que enseñó como Cristo, al pasar, de pie, o caminando, y no subió a otra catedra que a la de la cruz, por su penitencia, y ejemplos de hacer el bien.

“Bastaría una cita para comprender el amor que tenía a Dios, en su mirada, al orar ante el Santísimo Sacramento, y en el aspecto de su rostro se adivinaba el fuego de su corazón, lo amaba; pero, si ésta no fuera suficiente para convencerse de este amor, hay otra prueba que yo juzgo indiscutible, esa prueba es el dolor; y Monseñor Tritschler sufrió también: sabed, o recordad, que constantemente maceraba su carne con cilicios, este sacrificio es verdaderamente terrible cuando es constante. Así mostraba su amor con ese sacrificio íntimo, secreto. ¡Cuántos otros sacrificios tendría que pasar en su vida de sacerdote, y sobre todo en su vida de Obispo”. (Luis María Martínez, Arzobispo de México, elogio fúnebre).

Por la mañana antes de amanecer, se disciplinaba todos los días. Su humildad resplandecía en el acatamiento de todas las disposiciones de la Santa Sede, en la observancia de las normas litúrgicas, en su obediencia pronta, generosa radiante de alegría; se estimaba siempre servidor de todos. En la tarde del día de su ordenación episcopal al felicitarlo en su habitación, un seminarista, su primer familiar, que hacía elogios de la solemnidad de la ordenación de la concurrencia selecta de sacerdotes y personas seglares y de cuánto había acontecido, Monseñor Tritschler intempestivamente se postra ante el seminarista y le besa los pies y le dice: “el obispo no es sino el servidor de sus hermanos, Dios levanta del polvo a quienes de nada valen.”

Fue como un niño, nunca se preocupó de su persona por ostentación, recibía a todas las personas a la hora que llegaran, y cuando regresaba tarde de sus visitas a los enfermos o recorridos por la ciudad, pasaba al comedor y tomaba lo que hubiere aunque fuera frío, por no molestar a nadie; se alimentaba de preferencia con frutas y verduras, era muy parco en la comida.

En los postreros días de su vida, cercana su muerte, le dijo al seminarista enfermero que lo asistía y lo había cuidado en su gravedad; tú sabes que no me puedo hincar, sube uno de tus pies a esta silla” y cuando el seminarista lo hubo hecho, él le imprimió un beso en el pie, en pago quizás y gratitud a sus servicios en su larga y penosa postración por su enfermedad. Era costumbre suya inclinarse con naturalidad y grande sencillez, hasta ponerse de rodillas, y besar los pies, a los inferiores, sobre todo enfermos.

Sus últimos años fueron muy penosos, por la enfermedad que le fue quitando progresivamente la agilidad mental, sin privarlo, solo hasta lo último, de la vital necesidad de pensar sobre los fardos y responsabilidades propias del obispo; enfermedad que sufrió con admirable y ejemplar sujeción a la voluntad divina.

La bondad era fruto de su amor, “era reflejo de Jesús, sabía sonreír, siempre tenía palabras de bondad, exquisitas y delicadas para todos los que a él se acercaban, verdaderamente pudo decir: “Vivo, no yo, sino Cristo vive en mi”.

Ganaba los corazones por su bondad, que provenía de su sentido de Dios; bondad sinceramente sencilla, amabilidad de padre y de amigo leal. En el amor sacerdotal aunado a la penetración de su inteligencia, radicaba la rara virtud de intuir la bondad en todos; para él no había ser humano, por vil o pobre que fuese, que no representase la bondad de Dios, toda criatura era buena, por eso trataba a la persona humana como un individuo concreto y viviente, prescindiendo de sus defectos, y viendo su bondad y sus cualidades para ganarlo y dárselo a Dios.

En cada alma que llegaba a él, agobiada por el peso de sus miserias del cuerpo, el pobre, el enfermo, el niño, el anciano, en cada corazón que llegaba herido, despedazado por las amarguras del espíritu, el pecador, el ignorante, el dudoso, el decepcionado, no veía al hijo de Adán, no veía la carne ni la sangre, sino la divina imagen de Jesús.

Por su amor sacerdotal, más que por su talento, conocía los misterios del reino de Dios en las almas; ese residuo de bondad lo tomaba en sus manos, lo iluminaba con luz divina, lo impregnaba de Dios, y esperaba pacientemente que la gracia germinara en esa criatura, regándola con cariño, atento siempre sin premuras, observando la acción del Espíritu Santo.

Siempre abrigó en su corazón la caridad y la piedad para todos los pobres, y para cuantos sufrían algunas necesidades del alma o del cuerpo. Tenía ansia de socorrer a todas las miserias humanas; cantidades de dinero en efectivo pasaron por sus manos, y nunca fueron suficientes para sus pobres de México, de San Luis Potosí y de Monterrey; vaciaba sus bolsillos apenas tenía algo de monedas o billetes en ellos. Se desprendía de lo poco que su pobreza le daba, para remediar las necesidades de la viuda, del enfermo, del huérfano; e iba juntando los centavos para el tifoso que había perdido la pierna, o la mano. Las puertas de las casas episcopales siempre estuvieron abiertas de par en par para los pobres, que tenían un lugar de preferencia en su corazón paternal. Lo que recibía de su congrúa episcopal en efectivo y de las confirmaciones, no le alcanzaba para repartirlo personalmente entre los pobres, añadiendo siempre una palabra oportuna, una mirada amable, un consejo, un consuelo. Cuando alguna vez se le calificó de manirroto, replicó: “Prefiero repartir lo que Dios pone en mis manos, a que me sea estorbo para llegar a él”.

Repartía generosamente hasta las prendas de vestir cuando le faltaban monedas en sus bolsillos; daba limosnas a las religiosas necesitadas, a los sacerdotes pobres o ancianos, a los vergonzantes venidos a menos, sin ostentación ni ruido, discretamente; su caridad era inagotable.

Después de una vida, sencilla, humilde no común y pobre, intensamente apostólica y profundamente virtuosa, aceptó con edificación de todos, en el silencio y recogimiento, la enfermedad como prueba final y propia de su sacerdocio, entregando nuevamente su alma al Señor el día 29 de Julio de 1952, en los anexos del Santuario de Nuestra Señora del Roble en la ciudad de Monterrey. Sus restos reposan en la Catedral de esta misma ciudad Episcopal.

Si aún en vida ya muchos lo estimaban como santo, y le atribuían hechos que llamaban milagrosos; ahora después de su muerte a distancia de los años transcurridos, la devoción hacia él no ha disminuido, su sepulcro está continuamente visitado, lo invocan como intercesor poderoso ante Dios Nuestro Señor en varios lugares de la nación Mexicana, y le agradecen singulares favores, extraordinarios, que el común de los fieles interpreta como milagros.

Bien puede pues resumirse la opinión pública general, ya de prelados, como sacerdotes y fieles que lo conocieron y trataron, en la siguiente frase: “Se ha apagado una antorcha de sabiduría y de virtud en la tierra, y en el cielo de la iglesia mexicana se ha encendido una estrella de santidad sacerdotal”.

Fuente: Título del Libro: Semblanza Biográfica del Arzobispo: Guillermo Tritschler y Córdova, Autor: Mons. Aureliano Tapia Méndez, 29 de Julio de 1974, Con Licencia Eclesiástica. Las relaciones de gracias obtenidas diríjanse a Secretaria Arzobispal, Apartado 7, Monterrey, N. L.