Fiesta patronal Parroquia del Espíritu Santo, Guadalupe / 19 de mayo del 2018
Muy contento de venir a celebrar con ustedes esta fiesta de Pentecostés, la fiesta de la alegría, la fiesta del amor. Me uno a la intención de cada uno de ustedes. Cuando venimos a la Eucaristía traemos nuestros pensamientos, nuestros sentimientos y nuestras preocupaciones. Y al salir de la Eucaristía siempre nos llevamos una palabra que nos fortalece.
Por eso, todos unimos nuestros mismos sentimientos en torno al altar. También me uno a la alegría del padre Osbaldo que hoy cumple diez años del ministerio sacerdotal.
Los números son muy importantes para nosotros, son símbolos. Celebramos nuestro aniversario, celebramos los diez años, los quince, los veinticinco, los cincuenta, los setenta y cinco, y, algunos, celebran cien.
Siempre el recordar la historia, porque cada año es una historia del amor de Dios. Y, precisamente, Pentecostés significa “día número 50”.
Porque para un fiel de Israel, para un creyente, el día número 50 trae a la memoria lo relatado en el Pentateuco, en el libro del Éxodo, en el libro del Levítico.
El Señor pedía a su pueblo que cada 50 años perdonaran sus deudas. Es decir, recuperaran la amistad, la concordia. 50 años era lugar y oportunidad de estar contentos, de jubileo. Así se llamaba el año número 50, “jubileo”, motivo de alegría.
Y el Señor quiso celebrar con su pueblo creyente también un Pentecostés, a los 50 días de la Resurrección, para que sus discípulos recuperaran la experiencia más bella de la vida, la alegría, el gozo espiritual.
En el relato del Evangelio de hoy nos dice que los discípulos estaban encerrados por miedo. Que, aunque habían escuchado que Cristo había resucitado, aún tenían la experiencia del dolor, de la separación, de la tristeza.
Cuando se encuentran con el Resucitado, dice el Evangelio, “se llenaron de alegría”. Jesús, después de saludar, de decirles, “la paz esté con ustedes”, les muestra las llagas de las manos y del costado.
Como diciéndoles, “yo he perdonado, yo estoy en paz, les transmito la paz, ustedes son mis amigos, les perdono, todo ha pasado, vivimos otro momento de gozo y alegría”. Y, después de saludarlos dos veces, viene Pentecostés.
Dice, brevemente, “sopló sobre ellos y les dijo, -así como el Padre me envió, así los envío a ustedes- “. Y luego les hizo una encomienda, perdonar, “perdonen a quien acepte el perdón, pero si alguno no quiere, el perdón queda retenido”.
Fíjense bien, Pentecostés, jubileo, perdón. Y esta es la experiencia que nosotros tenemos que hacer como comunidad, como familia, porque el Señor quiere que vivamos en comunión, en unidad.
Primero, contemplamos la unidad del Misterio de Dios: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Cómo Cristo expresa de manera tan bonita, dice, hablándole al Padre, “todo lo mío es tuyo y todo lo mío es tuyo”.
Y dice Jesús, “el Espíritu Santo les transmitirá lo que es mío, lo que el Padre me dio”. Esa es la comunión trinitaria, la comunidad de amor, que se convierte, para nosotros, en el modelo para una comunidad de amor, para una comunidad que experimenta la comunión.
San Pablo, en la segunda lectura, enumeró todas aquellas cosas que dividen a las familias, a las comunidades: la ira, el desorden, la mentira. Hace un elenco grande de todas las cosas con las que nos hacemos daño.
Y al final, el apóstol cita cuáles son los frutos del Espíritu Santo. Doce frutos del espíritu. Voy a fijarme solo en los primeros dos: Caridad y gozo espiritual. Frutos del Espíritu, frutos de estar en paz con Dios, señal de que hemos vivido conforme al Espíritu, que hemos resucitado con Cristo.
Todos reconocemos que, de ordinario, no vivimos como quiere el Señor, mentimos, nos hacemos daño, nos injuriamos, el coraje nos rebasa. Pero siempre el Señor nos llama al cambio, nos llama a vivir la caridad, a vivir el gozo espiritual, a gozarnos con Dios.
Por eso nos reunimos hoy a pedirle a Cristo y al Padre celestial nos regale el Espíritu, porque es un Don gratuito que nadie merece, pero que el Señor da a su pueblo.
allá en el primer Pentecostés estaban reunidos los apóstoles con la virgen María y recibieron la gracia de lo alto. Y, a partir de esa experiencia, no solamente experimentaron la comunión entre ellos, la comunión con Dios, con Jesús. Sino que, también, recuperaron el valor y fueron a predicar el Evangelio.
Pentecostés es la experiencia de la caridad. El Señor llama a su Iglesia a ir en misión, porque no podemos hablar de otra cosa, ni podemos comunicar otro mensaje sino el de Jesús, mensaje de caridad y de perdón.
Y ahí aparece la vocación de cada uno. Ustedes, los esposos, están unidos por el vínculo de la caridad, por el amor, llamados a vivir, en la experiencia del hogar, el amor de Cristo que se derrama en ustedes.
Hay que pedirle al Señor “derrama sobre nuestro matrimonio, sobre nuestra familia el don del Espíritu”. Y también el Señor el día de hoy nos recuerda la vocación apostólica, la vocación al servicio de la comunidad, la vocación sacerdotal.
Yo quisiera que también los jóvenes, los muchachos, las muchachas, le pidieran a Cristo el don de la sabiduría, el don para poder discernir qué es lo que el Señor quiere para ustedes, cuál es el camino que Él les propone. El que se deja guiar por el Espíritu, disfruta la libertad y el gozo de tomar siempre las mejores decisiones de su vida.
Hermanas y hermanos, nos hace mucha falta, en todos lados, la gracia del Espíritu Santo. En nuestras casas, en nuestros lugares de trabajo, en nuestro país, en nuestra Iglesia.
Pidamos con insistencia a Cristo, “envía tu Espíritu Santo, que inunde toda la faz de la Tierra, que no perdamos la esperanza de que la comunión se construye por una tarea muy difícil humanamente, posible con Dios, perdonar”.
No hay otro camino para crecer en el amor que perdonar y perdonarnos. Es falso aquella idea que dice, “amar es no tener que pedir perdón”. No es cierto. Amar es pedir y dar perdón,
Y, a veces, hay que pedir perdón, aunque uno no haya ofendido, aunque uno sienta que no ha hecho daño, pero la otra persona se siente molesta, cree que ha sido molestada, que ha sido dañada.
Y hay que saber pedir perdón y dar perdón. Ese es regalo del Espíritu, a eso mandó el Señor a sus discípulos, a sus apóstoles, “vayan por todo el mundo y enseñen a perdonar”.
Esa es la misión de la Iglesia, enseñar a perdonar, que es lo mismo que enseñar a amar. Saben que, en español, “per-donar” significa “darse de más”. Donar, per-donar, dar de más, no quedarse con nada. Y el perdón es dar de más.
Así es como se construye el mundo y la Iglesia. A eso vino Cristo, a eso mandó a la Iglesia. Y esa es nuestra tarea, es nuestra responsabilidad, perdonarnos, darnos de más. Y hoy hace mucha falta entre nosotros. Estamos como muy enojados, fastidiados, estresados, todo nos molesta, todo nos hace perder la paz.
Por eso Jesús comienza con el saludo, “shalóm”, “la paz esté con ustedes”. Porque ahí comienza el camino del amor y del perdón.
Que el Señor nos ayude a ser una comunidad que ama y perdona. Que el Señor les ayude, les dé la gracia porque, en su casa y muchas partes, necesitamos pedir perdón.
Así, todos tenemos que reconocer que nos falta dar más, falta dar un plus, que falta per-donar. Que Dios los bendiga y, con mucha, alegría. Porque perdonar = alegría. El que perdona está alegre y contento, el que es perdonado también experimenta el gozo y la alegría.