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¡Lleven al pueblo de Dios al cielo!

Ordenaciones sacerdotales / Basílica de Guadalupe, Monterrey, N.L. / 15 de agosto del 2017

Hermanas y hermanos. Todos hemos venido muy contentos a ser revestidos de la gracia divina, a ingresar en el Santuario de Dios para comprender lo que significa la presencia de Dios en nuestro mundo. Quiero felicitar a todos nuestros hermanos sacerdotes y obispos que, durante estos días, celebran el aniversario de su ordenación sacerdotal. Gracias al pueblo de Dios que nos acompaña.

Estimados hermanos diáconos Nicolás, Edgar, Marcelo, Pedro, Josué, Roberto y Reynaldo: hoy vamos a compartir con ustedes el don que hemos recibido los presbíteros y obispos aquí presentes. Vamos a compartir la gracia del Espíritu, porque en la Iglesia Católica hay una tradición, en la que nosotros entregamos lo que hemos recibido. Hemos recibido, por gracia de Dios, el Espíritu Santo, para presidir al pueblo de Dios, para acercarlo a los misterios divinos, para compartir la múltiple gracia de Dios y, qué mejor, hacerlo en esta fiesta de la Asunción de la Virgen María, donde se hace presente la vocación y la misión de la Iglesia. María es llevada al cielo. Esa es la razón de ser del ministerio sacerdotal: llevar al pueblo de Dios al cielo, con la gracia de Dios. La Virgen María fue llevada al cielo, la Iglesia es llevada al cielo. Cada uno de nosotros estamos llamados a la eternidad, a llegar hasta el cielo. Toda la misión de la Iglesia tiene este objetivo: llevar a los hombres y mujeres al cielo.

Escuchamos en la lectura del Apocalipsis (Ap 11,19a; 12,1.3-6a. 10ab). Esta hermosa visión que tuvo san Juan en la que describe el drama de la evangelización, el combate de la fe. Dice él, “se abrió el Santuario de Dios, y se vio el arca de la alianza” (Ap 11, 19). De repente, el apóstol contempla la batalla de la Iglesia. María y el dragón, la Iglesia y el mundo. Hay algo bien importante, lo que le da el marco a este combate. Penetraron en el Santuario de Dios y ahí estaba el arca de la alianza. El combate de la fe, la guerra de la misión es posible gracias a Dios. En el centro estaba el Arca de la Alianza, la Torá, la Palabra de Dios dirigida a la humanidad, la Palabra que marca la vida del pueblo de Dios y de la Iglesia. Este combate, que tenemos la garantía de la victoria, no obstante que parece que la Iglesia pierde. Según el mundo, el martirio es una perdida, pero, según Dios, es una victoria. El Crucificado es el Victorioso, el Resucitado. El que parece que perdió una batalla, ha ganado la batalla más completa que puede tener el hombre, la batalla de la muerte. Por eso se alegra el cielo y la tierra, porque Cristo ha vencido. La Iglesia tiene que aprender la lección.

El camino de la victoria es el de la humildad, de la humillación y del martirio, de la entrega de la propia vida. Oímos ese cántico maravilloso de la Virgen María (Lc 1,39-56). El Señor ha mirado la humillación de su esclava. Este es el camino de la misión, el camino del combate: la humildad y la humillación. El Señor quiere sacerdotes humildes, que sepan mirar al pueblo con reverencia, que sepan mirar a cada persona como más grandes a ellos mismos. Como dirá el apóstol san Pablo a los Filipenses, “considera siempre al otro superior a ti mismo” (cfr. Flp 2,3). Este camino de la humildad, del martirio y de la entrega es como se vive esta batalla de la evangelización.

El Señor los quiere entregados, su vida en las manos de Dios, su vida en las manos de la Iglesia, con humildad. Solo cuando hay humildad se puede obedecer la voluntad de Dios. Solo cuando hay humildad se puede obedecer la voluntad de la Iglesia. El Señor nos llama a entregar al mundo a Cristo. Oyeron la visión, “el dragón siempre quiere comerse a Cristo” (cfr. Ap 12, 4), pero no podrá. No puede porque Cristo es de Dios. Incluso, esa mujer que parece abandonada y que huye al desierto, iba a un lugar preparado por Dios, no queda a la deriva. Esta Iglesia no camina a la deriva, se sabe de la mano de Dios, es el camino con Dios. Sabe que su caminar no es el solitario, sino es el camino con Dios.

Estimados muchachos diáconos. Hoy les vamos a compartir, con la gracia de Dios, el Espíritu Santo. Esta gracia que los transforma, que los hace entrar en el misterio de Cristo, pero que, también, les encomienda una misión, porque a partir de hoy serán sacerdotes, no solo van a hacer actividades ministeriales. Los sacerdotes tienen las tareas que la Iglesia les encomienda. La única manera que la Iglesia venza sobre el error es, primero, anunciar su Palabra. A partir de hoy tienen este especial privilegio, predicar en la asamblea la Palabra del Señor. Porque el pueblo de Dios cree en base de escuchar la predicación.

La segunda encomienda es que vamos a compartir la gracia de los sacramentos, en especial, la Eucaristía. La Eucaristía es el sacramento que más nos identifica con Cristo. Cada vez que celebren, se encontrarán con el Señor y tendrán presente su misión. Porque la Eucaristía lo es todo, es el banquete, es el sacrificio de Dios, es la presencia de Cristo. Tendrán que celebrar todos los sacramentos, menos imponer las manos para ordenar a otro. El Señor les pide hacerlo todo bien y con alegría. También tienen una tarea bien importante: cuidar a los más pobres esto ya se les encomendó como diáconos. Nuevamente se los recuerdo. Tienen la tarea de acoger a los pobres, a los más necesitados, a los últimos, a los despreciados, a los que no embonan con la moral de la Iglesia. A ellos también los tienen que atender, querer y respetar.

Hermanos fieles laicos, por favor rueguen por nosotros. La misión es muy difícil. Es un combate que parece disparejo, pero es un combate que al final triunfará la Verdad, triunfará Cristo. Decía el Papa Benedicto XVI cuando visitó México, “el mal no tiene la última palabra”. Nosotros sabemos quién tiene la última palabra: Jesucristo. Confiando en Él y con el mayor entusiasmo hay que llevar a cabo esta misión. Que no cabe duda que es un combate, es una guerra. Pero nosotros no peleamos contra la gente, dice el apóstol san Pablo, sino contra el maligno (cfr. Ef 6,12). Eso no lo podemos hacer sin la gracia de Dios, sin la intercesión de la santísima Virgen María. Todos vamos a pedir por ustedes, para que ustedes pidan por nosotros y vivamos esta comunión en la fe.

Dios los bendiga.

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