Fiesta Patronal Parroquia Sagrada Familia, Apodaca / 18 de marzo del 2018
Estimados hermanas y hermanos, fieles de esta comunidad que celebran con alegría su fiesta patronal. Esta fiesta en honor de la Familia de Nazaret: Jesús, María y José. En esa jerarquía, Jesús María y José.
Y la celebran en esta fecha dedicada a san José, el esposo de la Virgen María, el jefe de esta familia. Me da gusto que hoy, también, enviaremos a los misioneros que, en estos días de Pascua, irán a compartir con otros hermanos el gozo de la fe.
En este ambiente tan agradable de fiesta y tan esperanzador por la misión quiero que la Palabra de Dios que acabamos de oír la hagamos nuestra, de nuestras familias.
Porque la Familia de Nazaret es modelo de toda familia humana. Modelo porque quedó construida por tres personas inigualables: por Jesús, María y José.
Pero, también, porque no obstante su grandeza, vivieron como todas las familias, con sencillez y humildad, sin ninguna otra pretensión que agradar Dios, el Padre de nuestro Señor Jesucristo, como lo debe ser toda familia nuestra.
Fue una familia que oró, trabajó, convivió. Eso lo pueden hacer todas nuestras familias. Lo que ellos nos proponen no es inalcanzable. Ellos tocaron piso como nosotros, ellos tuvieron que luchar como lucha toda familia.
No crean que, por ser los tres grandísimos, Jesús, el Hijo de Dios, no quiso ningún privilegio, quiso ganar el pan con el sudor de la frente. Como todo buen judío se sometió a las prescripciones litúrgicas de su pueblo, y también como toda comunidad aprendieron a vivir juntos, a amarse y a luchar juntos.
Por eso es modelo de toda familia humana. Ninguna familia puede decir “es una medida demasiado alta para nosotros”. No, porque ellos se abajaron al nivel de nosotros los humanos.
Ese es el misterio grande de la Encarnación, que Cristo, el Hijo de Dios, se hizo hombre como nosotros. Y su familia también saboreó las cosas bellas de la familia humana, pero también sintieron el ímpetu de los problemas de todos los días.
Ellos supieron lo que es trabajar, ellos supieron lo que es ser objeto de burlas y de calumnias, ellos supieron lo que es el dolor de ver un hijo maltratado, sentenciado injustamente y llevarlo a la muerte.
Hoy, domingo quinto de Cuaresma, la Palabra de Dios nos aporta tres pensamientos para nuestras familias de acuerdo a cada una de las lecturas.
De la lectura del profeta Jeremías, ¿qué podemos hacer nuestro para nuestras familias? Primero, la ley de Dios se inscribe en el corazón humano.
La tarea que tiene toda familia es modelar el corazón al estilo de Dios, cumplir los mandamientos, los diez, como la fórmula perfecta para aprender a amar. Toda familia debe poner en el centro de su preocupación la enseñanza del amor.
Cuando enseñamos a los niños, a los jóvenes, a cumplir la ley de Dios, los estamos enseñando a amar. Ustedes, papás, tienen que inscribir en el corazón de sus hijos la ley de Dios, el amor de Dios.
Si no hay amor, no hay familia. Si la ley de Dios no queda en nuestro corazón no hay humanidad. Por eso, el profeta anunció que el Señor ya no tendría la ley en un papel o en una piedra, sino en el corazón de cada persona. Primera responsabilidad de nuestras familias, dejar que Dios escriba su ley en nuestros corazones.
Lo segundo, de la carta a los Hebreos. Dice el autor sagrado, “Cristo, siendo el Hijo, aprendió a obedecer sufriendo”. Otra característica que hace que la familia esté unida: la obediencia, una palabra que puede escucharse un poco fea en este tiempo de tanta autonomía y de tanta libertad. Qué difícil para ustedes, niños y jóvenes, aceptar como un valor grande, la obediencia.
Cristo, el Hijo de Dios, aprendió a obedecer sufriendo. No hay otra manera de aprender a obedecer. Porque a todos nos cuesta. Es muy difícil obedecer a Dios, a nuestros padres y a la Iglesia.
Obedecer, esta virtud doméstica. La obediencia como virtud doméstica, como virtud del hogar donde todos obedecen. La familia obedece a Dios, máxima autoridad de nuestras familias.
Por eso decía en el primer punto, poner la ley de Dios en el corazón, obedecer a Dios. Y así, todos los miembros de la familia se deben mutuo respeto y obediencia. Porque no solo el que tiene la obligación de gobernar la casa no obedece, sino, todos obedecemos.
Una vez me decían, “qué chiste, usted como obispo es el que manda a todos”. No es cierto, soy el que obedezco a todos. Porque la obediencia no es el grito mandón que hay que hacer caso.
No, la autoridad se ejerce en cordialidad, en cariño, en ternura. La obediencia, qué complicado hacerle caso al que más sabe y al que tiene más experiencia.
Dice hoy el autor sagrado, “Él aprendió a obedecer padeciendo”. No en la comodidad. Él expresó en el huerto de los olivos, “si es posible que yo no muera de este modo sería bueno. Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Jesús, como ser humano, no quería sufrir. Nadie quiere sufrir. No somos faquires, esos que se ponen a prueba no comiendo y picándose con clavos; no. Pero, en la vida hay que sufrir y se padece y se aprende a obedecer.
Tercera cosa que oímos en el Evangelio: la entrega. “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda infecundo. Pero si muere dará mucho fruto”.
En la familia lo que le da vida, lo que le da futuro, es la entrega de unos. El marido que se entrega por su esposa y por sus hijos, la mamá que se entrega, el papá que se entrega, los hijos que se entregan.
La familia es una verdadera oblación, es una comunidad de entrega mutua. Si es comunidad de vida y amor, es una comunidad de entrega mutua. El que no quiere seguir ese camino no le encuentra razón de ser a la familia. La familia es darse todos los días, aguantarse, tolerarse, amarse.
Así pues, hermanos, en esta fiesta de la Sagrada Familia, que coincidió esta tarde con el Domingo V de Cuaresma, ya a ocho días de iniciar la semana santa, nos vamos a llevar estas lecciones de la Palabra de Dios: primero, que dejar que Dios escriba su ley en nuestro corazón; segunda, aprender a obedecer; tercera, la familia es una comunidad de vida, de amor y de entrega mutua.
Que Dios los bendiga. Nos ponemos en la intercesión de san José y de la Virgen María, y por supuesto, del gran Dios, nuestro Señor Jesucristo.