Misa por los sacerdotes enterrados en el Panteón del Roble, Monterrey / 18 de abril del 2018
Hermanos y hermanos, comparto dos pensamientos que suscita la Palabra del Señor. Primero, lo que nosotros proclamamos en el Credo que creemos en la comunión de los santos.
Es decir, que no solo aquí en la tierra debemos procurar la comunión, sino que también la comunión la tenemos con aquellos que han muerto.
Y mi deber como Obispo no solo es cuidar la comunión de los que andamos todavía aquí, sino que cuidar la comunión con los que ya están en el Cielo.
Por eso quise, de este modo significativo, recordar, hacer patente, aunque algunos de estos hermanos presbíteros no los hayamos conocido, sin embargo, ellos son y siguen siendo parte de este presbiterio que está llamado a vivir siempre en comunión. Ese es el primer pensamiento.
El segundo, del libreo de los Hechos de los Apóstoles. Cuando muere Esteban, dice el texto de hoy, que hombres piadosos lo sepultaron.
Esta obra de caridad es una obra de misericordia, dar sepultura a los difuntos. Y dar sepultura no es solamente facilitar que alguien sea enterrado, sino también hacer todo aquello que dignifique a la persona que haya muerto.
Cuando le preguntaron a la Madre Teresa que qué sentido tenía estar levantando los muros de las calles de Calcuta, ella dijo, “también ellos tienen que morir dignamente” ¿Por qué? Porque son personas.
Entonces, es deber nuestro sepultar dignamente, es deber nuestro tener una memoria agradecida, y es deber nuestro encomendarlos a Dios.
Esa es la obra de misericordia, es rogar por los difuntos. Ustedes y yo que hemos recibido el sacramento del orden y que conocemos las luchas y dificultades de este presbiterio, sabemos que debemos pedir por ellos.
Porque, así como en el pueblo de Dios vemos, percibimos, las grandes limitaciones del pecado, también en nosotros, pecadores.
Por eso tenemos que orar por nuestros hermanos sacerdotes. Nadie sabe qué pasa después de la muerte, cuál es el premio, cuál no es el premio. Pero nosotros confiamos siempre en la misericordia del Señor.
En la carta pastoral que les escribí sobre la vida sacerdotal, recuerdan que les dije que debíamos tener una mirada misericordiosa con nuestros hermanos, ser menos duros en nuestros juicios, ser más amables en nuestras opiniones.
Y si eso es para los que estamos todavía aquí transitando, cómo no va a ser para aquellos que ya murieron. Un mexicano nunca habla mal de un difunto. Y eso debe ser así, porque qué sentido tiene estar hablando de alguien que ya murió.
Tenemos que encomendarlo a Dios, y sobretodo, cuando se trata de un sacerdote, que seguro ustedes los conocieron y les tuvieron simpatía y agradecimiento.
Lo tercero, es el Evangelio que nos da mucha paz. Dice Jesús, “yo he recibido de mi Padre un encargo: que no se pierda nada de lo que he recibido”.
Jesús tiene mucho cuidado de que no nos perdamos. Él siempre es misericordioso, Él nos llama a la vida eterna, Él no quiere que ninguno se pierda.
Esta certeza, puesto que el mismo Jesús lo ha dicho, siempre nos acompaña. No quiere decir que no hagamos todo lo que está de nuestra parte para ser mejores.
La lucha de la conversión la tenemos que hacer todos los días, procurando ser cada vez mejor, sabiendo que a veces nuestros instintos, nuestras tendencias o concupiscencias, como dice san Pablo, nos lleva a veces a pecar. Que tengamos siempre la opción fundamental de amar, de querer obedecer siempre a Cristo.
Con esos sentimientos celebramos esta Eucaristía. Les agradezco a ustedes que quisieron a acompañarme a rezar. Esta oración nuestra, que es la oración de la Iglesia universal.
Porque no estamos solos en la misa, nos acompañan los ángeles de Dios, nos acompañan los santos, todos los que ya murieron, esta Eucaristía es multitudinaria porque muchos están con nosotros.