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El Señor enjugará nuestras lágrimas de amor

Exequias sr. José Alberto Villarreal Villarreal, papá del Pbro. Roberto Villarreal Valdés / Basílica de nuestra Señora del Roble / 21 de marzo del 2018

Hermanos y hermanas, familiares y amigos de don José Alberto, quiero unirme a sus sentimientos y compartirlos. Quiero también, desde la fe en Cristo, nuestro Señor, encontrar un consuelo.

El profeta anunció una verdad, que Dios enjugará las lágrimas de los rostros. Fíjense bien, hermanos. El profeta no dijo que desaparecerían nuestras lágrimas, sino que el Señor las enjugaría.

Porque las lágrimas son parte de nosotros, de nuestras vidas. No hay humanidad sin lágrimas. Nacemos en medio de lágrimas. Nos acompañan diversos sentimientos de dolor, de despedida, de soledad, y también, cuando alguien tan querido parte de este mundo.

La humanidad de Cristo también se nota en que Él lloró. Seguramente lloró el día de su nacimiento, pero la Escritura nos señala momentos importantes de la vida de Jesús en el que Él también llora.

Lloró cuando murió su amigo Lázaro, lloró cuando vio la ciudad de Jerusalén expuesta ya proféticamente a la destrucción, lloró en el huerto de los olivos, y, seguramente, otras ocasiones que los Evangelios no nos relatan.

¿Quién de nosotros no ha derramado lágrimas? Innumerables veces también su servidor. Pero el Señor hizo una profecía, y esa profecía se cumple. Ya se cumplió en Cristo y se sigue cumpliendo cada día.

El Señor prometió enjugar nuestras lágrimas. Y por eso Cristo, con el Padre, nos envían el Espíritu Santo Consolador. El título importantísimo de la tercera Persona de la Santísima Trinidad.

El Espíritu ha venido a consolar, a enjugar las lágrimas del pueblo, a darnos una certeza en el corazón de que Dios nos ama y que las lágrimas, el que tengamos que derramarlas, no significa que Dios no nos quiera.

Qué bueno que Dios nos creó con las lágrimas. ¿Qué sería de nuestros ojos, qué sería de nuestros sentimientos, si no los expresáramos con las lágrimas?

Pero Él ha querido consolarnos, darnos certeza en el corazón, transformar las lágrimas en esperanza, en aliento, en saber tener paciencia. Porque el Espíritu Santo acredita en nuestro corazón que Cristo ha resucitado, que aquel diálogo que escuchamos del evangelio entre Marta y Jesús es el diálogo de todos los creyentes.

Como Marta podemos tener un cierto reclamo, pero no como el que reclama enojado, molesto. Sino que se pregunta hasta donde llega el amor, hasta dónde el amor no puede lo inevitable.

Jesús quería a Lázaro. Lo dice el texto, lloró. Marta le pregunta, “¿por qué no viniste a tiempo? Y el Señor, después de ese diálogo con ella, termina ella confesando su fe, “creo que tú eres el Hijo de Dios”.

Esa confesión que no es solo del cerebro o de la mente, sino que brota de una mujer que está llorando. Pero que descubre que Jesús la quiere, que Jesús quiere a su familia, que, no obstante, la muerte, Jesús quiere a Lázaro.

Esa es la profecía cumplida. El Señor, con su Espíritu Santo, nos acredita en el corazón que esta despedida es solo momentánea. No sabemos cómo porque ahí está el misterio de la Resurrección. ¿Cómo nos vamos a encontrar nuevamente? No lo sabemos. Tal vez, pudiéramos imaginarlo.

Pero llevamos una certeza, que nos dará el Consolador, el Espíritu Santo, que no todo termina aquí. Como dijera el Papa Benedicto XVI, ni el mar ni la muerte tienen la última palabra. Hay otra palabra posterior en la que Jesús siempre nos dirá que nos ama.

Hermanas y hermanos, llevando esta profecía en nuestro corazón, porque es el profeta que anunció la venida de Cristo. Isaías nos dice que Dios tiene el poder de enjugar las lágrimas, es decir, de darles un nuevo sentido.

Porque las lágrimas, aunque tienen connotaciones de tristeza, son siempre de cariño y de amor. Son las más valiosas y las más grandes.

El Señor nos regala su Espíritu Santo, y es lo que le pedimos al Señor en esta Eucaristía, que permanezca anclado a nuestro corazón la verdad, la certeza, la misma que confesó Marta, que Cristo es el hijo de Dios y que el Espíritu Santo sigue teniendo la misión de consolarnos y de enjugar las lágrimas de nuestro rostro.

Que Dios bendiga a la Señora esposa de don Alberto, a sus hijas, al padre Roberto, a todos los que, de alguna manera, nos encontramos en este mundo, que a todos nos conceda esa seguridad en el corazón, que, aunque no sabemos cómo, sabemos que nos volveremos a encontrar cara a cara.

Que el Señor nos bendiga y que ustedes, que más lo extrañan, les enjugue en sus ojos las lágrimas que sé que son lágrimas de cariño, de amor, y, por qué no, de la fe en Cristo, nuestro Señor.

Que la Virgen, nuestra Señora del Roble, experta en lágrimas, les acompañe y los proteja a todos. Gracias, hermanos sacerdotes, por venir con nosotros a acompañar a Roberto, a su familia y a todos sus amigos. Que el Señor nos bendiga.

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