Misa exequial Pbro. Héctor Jaime Valenzuela Mendivil / Parroquia de nuestra Señora de Lourdes, Monterrey
Hermanas y hermanos fieles laicos, hermanos sacerdotes. Quiero agradecerles su presencia en esta Eucaristía. Presencia que, sin duda, indica simpatía, cariño, pero también, solidaridad espiritual con nuestro hermano, el Padre Héctor. Yo tuve poco la oportunidad de tratarlo. Me llamó la atención su serenidad, su palabra prudente, su amabilidad ahí lo conocí de nombre y de apellido. Ustedes conocen sus cualidades y virtudes que Dios le regaló.
Quiero invitarles a orar y agradecer. A orar a Dios porque todos somos siempre muy conscientes de que necesitamos el perdón de Dios. Y que el perdón no sólo se pide por uno mismo, sino que la comunidad le ayuda a alcanzar la misericordia y el perdón de Dios. Por eso, en cada Eucaristía decimos el “Yo confieso”, para pedir, no solamente el perdón por nuestra propia consciencia, sino que lo hacemos delante de los hermanos, de los ángeles, de los santos, de la Virgen María. En esta Misa exequial queremos unirnos para pedir perdón por él, pero también, la parte más bonita del cristianismo, agradecerle a Dios, porque, sin duda, Dios fue esplendido con él con muchas gracias. Dios ha exagerado en generosidad, siempre ha sido espléndido.
Hoy el Evangelio, que se pone a propósito de la fiesta de este día de nuestra Señora de los Dolores, a la Virgen María, que está al pie de la cruz. La Virgen María recibe un encargo y una misión, y también, el discípulo recibe un encargo. Es como la historia de la vida de un sacerdote, “ahí tienes a tu Madre, ahí tienes a tu hijo” (cfr. Jn 19, 25-27). Esa es la relación más bella que Dios ha tenido para un ser humano, relación mama hijo. Así Dios quiso que nos sintiéramos hijos de la Virgen María, que la viéramos como Madre y que la experimentáramos como hijos suyos.
Un sacerdote sabe que Dios le ha mostrado su amor, que gozamos de este privilegio del amor de Dios. El discípulo que tanto quería a Jesús, es el padre Héctor, somos nosotros los sacerdotes, y no por nuestros méritos. El amor es una gracia es un favor, es un regalo. Hoy le queremos agradecer a Dios el que haya llamado a la vida del sacerdocio al padre Héctor, agradecerle que lo consideró parte de su familia, amigo suyo, que lo llamó a ser su discípulo, que le permitió, poco a poco, aprender a ser hijo. Aprendemos a ser hijo, esto es el cristianismo, aprender a mirar a Dios como Padre y a ser hijos.
Dice la carta a los Hebreos que Cristo aprendió a ser Hijo obedeciendo en la cruz (cfr. Heb 5, 7-9). Y así nosotros, como discípulos de Cristo, vamos en este aprendizaje de ser hijos de Dios, a querer a Dios, a sentirnos amados por Él, a apreciar su afecto, su gracia y su amor.
Hermanos y hermanas, vamos a darle gracias a Dios porque nos concedió conocer y convivir con nuestro hermano Héctor, que Dios lo colmó siempre de gracias especiales como sacerdote, que hoy lo presentamos ante el Señor. Él, que siempre lo quiso y lo quiere, le perdone sus pecados. Y que también nosotros le pedimos a Jesús que le perdone sus errores. Él quiso aprender y, seguramente, creció en aprendizaje de ser hijo de Dios, hijo de María. “Ahí está tu Madre, ahí está tu hijo”, es toda una historia vocacional. Que Dios los bendiga y gracias por querer a los sacerdotes y por rezar por nosotros.