Fiesta patronal parroquia san Pedro apóstol, centro / 29 de junio del 2018
Con gusto celebrar esta solemnidad de los apóstoles Pedro y Pablo. Gracias por acompañarnos. Agradezco su presencia y, de modo especial, a monseñor Rodolfo quien me invitó a presidir la Eucaristía.
Hoy la Iglesia universal está de fiesta porque toma conciencia de que ella es Iglesia Apostólica, que está cimentada sobre la fe de los apóstoles. Y dos de ellos, príncipes de la Iglesia, Pedro y Pablo. Cada uno construyendo la Iglesia de modo distinto, pero, al mismo tiempo, en comunión.
Dirá el prefacio, “Pedro predicó al pueblo de Israel; Pablo predicó a los gentiles”. Cada uno de acuerdo a su estilo de vida. Porque Dios no nos quita lo que somos ni cómo somos.
Por eso Pedro es Pedro y Pablo es Pablo. Cada uno con su carácter, con su temperamento, pero Cristo quiso que Pedro fuera el apóstol número uno, el príncipe de los apóstoles.
Y el Señor así lo quiso, no porque Pedro fuera, tal vez, el más dotado de cualidades humanas. Sino porque el Señor, como a los demás apóstoles, lo vio y lo llamó. Lo quiso, lo amó y le dio una misión.
Hoy el Evangelio, en breves palabras, nos da la razón por la cual Pedro es el primero de los apóstoles. Él es la piedra de unidad de la Iglesia. “Tú eres Pedro, piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.
Así lo quiso el Señor. El hombre débil, temeroso, cambiante, se convierte en el hombre seguro, en el hombre confiable. Porque Cristo, con su gracia, lo convierte en piedra sólida. El que era débil, se hace fuerte; el que era cobarde, se hace valiente; el que cambiaba de opinión a cada rato, termina teniendo convicciones.
Ese es Pedro, la piedra en la que Cristo quiso construir la Iglesia. Escuchamos una promesa que le hizo el Señor, “las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia”.
Promesa dicha, promesa cumplida. Casi dos mil años de nuestra Iglesia católica que sigue adelante pese a persecuciones, a errores, a pecados nuestros, a infidelidades. A pesar de todo la Iglesia sigue viva gracias a la promesa hecha por Jesús dedicada a Pedro, “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no podrán contra ella”.
Las dos primeras lecturas nos dieron la idea de lo que es esa lucha que el mundo del mal y del pecado tienen contra la Iglesia de Dios. Por eso, tanto san Pedro como san Pablo dirán en distinto momento, pero con la misma convicción, “Dios me ha librado”.
Dijo primero Pedro, “el Señor mandó a su ángel para librarme de las cadenas”. Y san Pablo dirá, “el Señor me libró de las fauces del león”.
Esa es la experiencia de la Iglesia, la experiencia de Pedro y Pablo. Fíjense bien, hermanos, no quiere decir que esa promesa signifique que no iban a morir, que no iban a dar testimonio de Jesús a través del martirio. Pero como dijo Jesús, “yo doy mi vida, nadie me la quita”.
Es así como el Señor permite que sus apóstoles, como Pedro, sufran persecución. Pero mueren cuando Cristo así lo quiere. Primero Dios demuestra que ellos son fieles a Jesús, que no los acobarda la amenaza, que aunque está cercana la muerte Dios les da el valor de resistir.
Lo que había dicho Pedro en Cesarea de Filipo, lo dirá con su sangre, “tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Esa profesión de fe que, desde luego, es un regalo de Dios.
Así se lo dice Jesús, “eso lo has dicho, no porque te lo haya revelado una persona, sino porque te lo concedió mi Padre que está en los cielos
Es el don de la fe, esa profesión de fe que se convierte en confesión de fe nos muestra cuál es el camino que Dios tiene para sus hijos.
Dijo él, “nunca el discípulo es superior al maestro. Si a mí me han tratado de ese modo, a ustedes también”. El Señor lo libró de las cadenas, a Pablo lo libró de las fauces del león, pero no los libró de dar la vida. Porque dar la vida es la señal mayor de amor. Pedro y Pablo murieron amando a Jesús.
La muerte ya no fue razón de capricho del perseguidor, sino fue una ofrenda voluntaria. Porque Pedro pudo huir de la muerte, Pablo también. Sin embargo, siendo fieles, hacen de su profesión de fe, una confesión de fe.
Hermanas y hermanos, debemos estar alegres porque Cristo ha querido esta Iglesia bien cimentada. Cimentada en la fe de los apóstoles, en la fe de Pedro, en la fe Pablo, en la fe de los demás apóstoles.
Pero no todo terminó en el siglo I, la Iglesia sigue adelante, la Iglesia sigue creyendo y sigue confesando a Jesús. A ustedes y a mí nos toca en este siglo hacer lo mismo que Pedro y Pablo. Decirle a Jesús, “tú eres Cristo, tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Y esa fe tiene que ser la razón de nuestra vida y de nuestra entrega cotidiana. Seguramente ni ustedes ni yo seremos llevados a un martirio de sangre. Pero cada día, cada minuto, estamos llamados a confesar que creemos en Cristo.
Seamos congruentes, que nuestra vida de fe no está muerta. Amemos a Cristo, vivamos como Él nos propone. Pablo y Pedro se sintieron amados de Jesús, profesaron su amor, dieron su vida.
Ese es el camino de todo discípulo. Y llevamos en nuestro corazón, “las puertas del infierno no tendrán poder sobre la Iglesia”. Esto nos da serenidad, esto nos da certeza.
La Iglesia, a veces, crece y luego decrece, a veces es floreciente, a veces parece que se marchita. Pero la Iglesia siempre sigue adelante. Cuántos cismas, cuántas divisiones, cuántos problemas.
Si fuera cosa de hombres ya se hubiera terminado. Pero es obra de Dios, viene de Dios. Le dice el Señor a Pedro, “esto no te lo reveló ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”.
La fe de ustedes es un regalo de Dios, pero también tenemos que conquistar el cielo, como lo conquistó Pedro y Pablo. La alegría de creer, de servir, de dar la vida.
Que san Pedro apóstol, patrono de esta parroquia, los fortalezca e interceda por ustedes y por toda nuestra Iglesia. La Iglesia necesita de nosotros, nosotros necesitamos de Cristo y, confiados en eso, podemos estar seguros “las fuerzas del infierno no podrán prevalecer contra la Iglesia”. Amén.