Basílica del Roble Basílica del Roble / 1 de junio
Estimados hermanas y hermanos, fieles laicos, jóvenes de nuestra preparatoria, muchachos y muchachas, estimados seminaristas, hermanos sacerdotes.
Cada año tenemos la oportunidad de honrar a nuestra santísima Madre del Roble en dos ocasiones, a finales de mayo y en diciembre. Son dos oportunidades de contemplar el Misterio de Cristo y de María, y llevarnos siempre un aprendizaje en nuestra vida.
Venimos a honrar a la Virgen María, siempre con la intención de venerarla, de quererla más y de abrir nuestros brazos con cariño a lo que ella nos quiera enseñar.
Todas las enseñanzas de Cristo, las enseñanzas del Evangelio, de las Escrituras, son repetitivas. Porque nosotros aprendemos repitiendo.
Cuando yo era niño, nos decía el maestro, “el arte de enseñar es repetir”. Las cosas se tienen que escuchar con frecuencia hasta que van penetrando en el corazón.
Pero no es una repetición meramente de rutina, sino es una repetición de quien quiere a aquél que le habla. Nuestros papás en casa, cuántas cosas nos han repetido, “pórtate bien, estudia, no pierdas el tiempo, regresa temprano”. Se repiten siempre esas indicaciones y el motivo es porque nos aman.
Por eso la Palabra del Señor es repetitiva. Porque hay virtudes que se alcanzan, poco a poco, en la repetición. Es cierto, las virtudes teologales las regala Dios, independientemente de lo que nosotros podamos hacer. Pero todas las demás virtudes se adquieren en esa repetición diaria. A veces, con acierto, a veces, haciendo lo contrario.
Hoy quiero tocar una de las virtudes más bonitas y más importantes en la Virgen María, la humildad. La humildad que, según los virtuosos, es culmen de todas las virtudes, síntesis de las virtudes teologales, de las virtudes cardinales y de todas las virtudes humanas.
Hoy escuchamos, en boca de María, “has mirado la humildad de tu esclava”. Palabras claras y contundentes. El Señor ha mirado la humildad de su esclava”. Y el apóstol Pablo, en la primera lectura, en la carta a los Romanos, dijo, “no sean altivos, sean humildes y pónganse al nivel de los más pequeños”.
Esa es la humildad. Es regresar al nivel que nos toca, el nivel más bajo, al más pequeño. Porque, incluso, la palabra “humildad” viene de “humus”, el polvo de la tierra. Aquel “humus” con el que Dios creó al primer hombre, Adán.
Nunca hay que olvidar que todos tenemos el mismo “humus”, el mismo polvo. Somos de polvo. Decimos el miércoles de ceniza, “recuerda que eres polvo y al polvo tienes que volver”.
La Virgen María así se dirige a Dios, “has mirado a esta esclava que está al nivel de los humanos, que tiene el mismo “humus” de aquel que es bueno y del que no es bueno”.
Y por eso san Pablo, también nos dice, “no seas altivo, no te creas mucho, no eres tan alto como puedes pensar”. Así tengas responsabilidades importantes en la sociedad, o no las tengas, así seas una persona llena de virtudes humanas, de un comportamiento excelente o no lo seas, todos tenemos la misma dignidad, todos tenemos el mismo “humus”.
¿Qué es lo que aprendemos de María? ¿Por qué nos conviene ser humildes? Yo digo que, especialmente, por tres razones: si somos humildes, obedecemos. El soberbio, el presuntuoso, no obedece, o aparenta que obedece para que no pierda puntos.
Pero el que es verdaderamente humilde, obedece, sabe que Dios tiene la última palabra, sabe que Dios le ha encomendado a algunos de nuestros hermanos del mismo “humus” para que los ayude y los oriente.
Por ejemplo, a nuestros papás, a los cuales debemos obedecer. Cuando un joven, cuando una jovencita, se le olvida esta realidad, se revela y no obedece.
La humildad nos permite esta primera gran oportunidad, obedecer. Porque el que obedece nunca se equivoca, siempre le va bien.
Segunda cosa que nos regala el Señor si somos humildes: nos hace sentirnos parte de una familia, de una comunidad. El soberbio permanece solo, él hace su propia muralla, queda encerrado en sí mismo.
El que es humilde forma comunidad, puede hacer equipo con otro porque lo considera hermano, semejante a sí mismo, y porque sabe que puede compartirle riquezas que él no tiene.
Qué importante es la humildad para formar una comunidad, una fraternidad, en la casa, en la escuela, en la parroquia, en el seminario. Dondequiera es necesario tener esta virtud para poder integrarnos. El que no es humilde nunca se integra, permanece fuera.
Y la tercera cosa que Dios nos regala si somos humildes, es la capacidad de servir. Jesús dijo, “yo no vine a ser servido, sino a servir”. Es el ejemplo que nos ha relatado san Lucas y el Evangelio de hoy.
La Virgen María se va a servirle a su prima, Isabel. Durante tres meses le ayuda porque está embarazada. Servir es una tarea que siempre requiere humildad. El que es soberbio quiere que los demás le sirvan.
Hermanas y hermanos, hagámosle caso a la Virgen María. Contemplémosla con todas sus virtudes y grandezas. Ella es la Madre de Dios. Pero también aprendamos la cosa más grande y más bella que es la mujer humilde. “El Señor ha mirado la humildad de su esclava. Por eso me dirán dichosa todas las generaciones”.
Si algo tenemos que agarrar de María, es esa virtud, la mujer más humilde sobre la Tierra. Que Dios los bendiga. Y a ustedes, hermanos fieles laicos, a ustedes seminaristas, a nosotros, sacerdotes, que el Señor nos regale esta virtud que nos hace mucha falta.