Jornada mundial del enfermo / basílica Purísima Concepción / 11 de febrero del 2018
Hermanas y hermanos, tengo que agradecerles que hayan venido a esta basílica a rezar juntos, para pedir por nuestra salud, y también para extender un poco nuestra mirada a muchos otros que no pueden venir a esta basílica a encontrarse con el Señor Jesús y pedirle misericordia.
Quiero decir dos muy breves pensamientos, uno a propósito de la Palabra de Dios que escuchamos, y otro sobre el mensaje del Papa Francisco con motivo de esta jornada de oración por los enfermos, en la fiesta de nuestra Señora de Lourdes que es el día de hoy.
¿En el Santo Evangelio, qué nos enseña nuestro Señor Jesucristo? Nos enseña a interpretar bien el corazón de Dios. Es cierto, la ley del Levítico, ley de Dios, era una ley clara y exigente. Pero es una ley higiénica, solamente higiénica, cuidar la salud de todos.
Como la gente no sabía cómo tratar lepra, la consideraban totalmente contagiosa. Y por eso el Señor da esa norma, para cuidar la salud del pueblo. Una razón higiénica, nunca Dios quiso marginar al enfermo, nunca quiso decir, a través de esa ley, que no le amaba.
Pero los seres humanos tenemos una mala habilidad, interpretamos mal y vamos más allá de lo que Dios dice. Qué fácil atribuirle a Dios que una enfermedad es un castigo. Falso, totalmente falso. Sin embargo, los seres humanos a veces somos tan crueles, que vamos más allá.
Los judíos llegaban a una conclusión exagerada. El que esté enfermo de lepra, no solo está marginado de la sociedad, sino también de Dios; está impuro, no puede rezar, no puede orarle a Dios.
Y Jesús viene, y pone todo en su lugar. Hace él con su acción y su Palabra, una nueva Ley. Interpreta correctamente lo que Dios dijo en el Levítico: “sí quiero, queda sano” (cfr. Mc 1, 40-45).
Esa es la voluntad de Dios, “sí quiero”. Y no solo eso, sino Jesús mismo, dice el Evangelio, sintió compasión, estiró su mano y tocó al leproso. Demostrando así que la cercanía no era un obstáculo para el amor, no era un obstáculo para la relación con Dios.
Seguramente los que vieron aquello dijeron: “Jesús ha quedado impuro, ya no va a poder rezar en la tarde”. Pero Jesús se atreve y demuestra que el amor de Dios va mucho más allá de lo que los hombres y mujeres podemos entender.
Jesús nos ama, es la verdad más bella del Evangelio. Uno que quisiera no enfermar, no morir. Pero hay esta ley en nuestra débil naturaleza, que podemos enfermar y todos tenemos que morir. Pero ese no es un obstáculo y tampoco significa que Dios no nos ame. Dios nos quiere mucho.
Miren, esa cruz que ven acá, hecha por un artista, ha dibujado una escalera. El artista quiso decir una verdad muy grande: el sufrimiento es la escalera al Cielo. Aunque a veces pareciera que no es así. Y Jesús no anduvo nada más diciendo palabras bonitas, sino una realidad. Él murió, y no solamente murió, sino lo mataron.
Esta enseñanza del Evangelio es muy profunda. Y, gracias a Dios, en la historia de nuestra Iglesia, muchos hombres y mujeres motivados por el Evangelio han dado su vida cuidando a los enfermos.
No puedo olvidar hoy al gran santo, el padre Damián, el apóstol de Molokai. El padre Damián en el siglo XIX, conociendo el sufrimiento de los leprosos que estaban en la isla de Molokai, se propone como voluntario para ir a trabajar entre ellos, sabiendo que, tarde o temprano, también iba a quedar enfermo de la lepra. Después de muchos años de servir en la isla de Molokai, él también enferma de lepra y muere.
La Iglesia lo ha reconocido como santo. Inclusive, el gobierno de Bélgica lo declaró como el ciudadano más ilustre de Bélgica por su corazón misericordioso. No solamente anunció el Evangelio, sino lo vivió.
El segundo pensamiento, es el que el Papa Francisco nos ha dicho en su mensaje. Nos ha hablado de la maternidad de la Iglesia y de la humanidad.
Cuánta falta nos hace cuando estamos enfermos el cuidado de una mamá. Pero cuando ya somos grandes, ya nuestra mamá se ha ido antes que nosotros. Pero nunca quedamos solos. La Iglesia, como la Virgen María, es nuestra Madre.
Estando Cristo en la Cruz le dijo a la Virgen, señalándole al discípulo, “ahí tienes a tu hijo”. Y al discípulo, señalando a María, le dice, “ahí tienes a tu mamá, ahí está tu madre”.
Qué importante, hermanas y hermanos, asumir esta misión de maternidad, que en primer lugar lo tiene la Virgen, pero también todos nosotros.
El que cuida y anima a un enfermo es como una mamá; el que da palabras de ánimo, es como una mamá; la pastoral en favor de los enfermos es siempre una pastoral de maternidad.
Vamos a pedirle mucho a Dios por todos los enfermos. Principalmente, por los que se sienten solos. Y ninguno de nosotros esta disculpado de no tender la mano cuando sabemos que alguien está solo y necesita de nuestro apoyo.
Que Dios los bendiga a ustedes, a cada uno, por el ánimo que tienen de venir a rezar, de venir a participar en la Eucaristía y de recibir el aceite santo, el óleo de los enfermos, para pedirle al Señor la fe, para pedirle al Señor la curación.
Siempre orando como aquel leproso, “Señor, si tú quieres, puedes curarme”. Siempre mirando la voluntad de Dios, siempre poniéndonos en las manos amorosas de Cristo.
Que Dios los bendiga, y vamos a ayudarnos, uno a otro, porque la solidaridad tiene que ser fruto del cariño y del respeto. Oyeron el Evangelio, Jesús se compadeció de él y, extendiendo su mano, lo tocó y le dijo: “sí quiero, queda limpio”.