Novenario Parroquia María Reina de la paz, Santa Catarina, N.L.
Estimadas hermanas y hermanos: me da gusto compartir con ustedes esta misa dominical, en el novenario de la fiesta de María Reina de la paz.
Todo lo que el Señor nos enseña en el Evangelio siempre es para que nosotros seamos constructores de la paz. Jesús, siempre que saludaba a sus discípulos, les decía, “la paz esté con ustedes” (cfr. Jn 20,21). Ese don precioso de la paz que parece que nunca se va a alcanzar. La guerra, el conflicto y el pleito, pareciera que acompaña la historia humana. Cuando no pelean unos, pelean otros. Y, a veces, suceden cosas tan lamentables como los actos terroristas. Qué difícil es que las personas vivamos en paz. Qué complicado vivir la paz en la familia, entre vecinos, en nuestra ciudad, entre las naciones.
Por eso, nunca dejamos de pedir por la paz. La Iglesia le ha dedicado a la Virgen el título “Reina de la paz”, tal como decimos en la letanía. Porque este anhelo de la paz debemos siempre pedirlo a Dios y pedir la intercesión de la Virgen María. La paz no es solo un problema de naciones. En la vida cotidiana siempre hay que invocarla para que en nuestro corazón brille la paz. Hay una situación muy delicada siempre cuando unos pueblos con otro pueblo no se quieren por motivos, de raza, de colindancias, cualquiera que sea la situación.
El Evangelio de hoy nos presenta esta situación. El profeta Isaías, muchos siglos antes, hizo una predicción: mi casa de oración será casa de todos los pueblos (cfr. Is 56, 6). Ya no sólo de Israel, sino de todas las naciones. Pero Jesús, en su Encarnación, nace y convive con un pueblo concreto, con el pueblo de Israel. También su gente tiene su modo de pensar y de entender su relación con otras naciones.
El Evangelio habla del encuentro de Jesús con una Cananea. Era de Canaán, una zona que no era judía. Hay en el Evangelio según san Juan, otro relato: Jesús se encuentra con una samaritana. En el Evangelio de san Juan dice, “los samaritanos y los judíos no se tratan” (cfr. Jn 4, 9). Sin embargo, Jesús entabla un diálogo con la mujer samaritana, rompe ese modo de ser de su pueblo.
En este Evangelio, la cosa parece más complicada porque Jesús se hace desentendido, y no solo eso, le dice unas palabras que a ella la pudieron ofender. ¿Qué llama la atención? Que esta mujer, preocupada por su hija, lo único que busca conseguir, es el bien de su hija, y por eso no se cansa de gritarle a Jesús: ¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!” (Mt 15, 22). Cómo gritaría y molestaría que los apóstoles le dicen a Jesús, “ya hazle caso, viene gritando, ya nos fastidió” (cfr. v. 23). Jesús se detiene y ella le dice “ayúdame” (v. 25) y Jesús le responde palabras que parecieran muy duras: “el pan se hizo para los hijos y no para los perros” (cfr. v. 26). ¿Qué significaban esas palabras? Eran palabras que decían la gente de los demás que no eran judíos. Un extranjero era un perro.
Pero esta mujer que tiene fe, que tiene necesidad, le dice a Jesús, “es cierto el pan es para los hijos, pero también las migajas que caen de la mesa se la comen los perritos” (v.27). El Señor la ha llevado, en esa dificultad, a expresar la fe. Porque, ¿quién de nosotros no quisiera que Dios actuará rápido? Yo le pido, y que me cumpla. En una ocasión Jesús les decía a sus discípulos, “hay que orar siempre y sin desfallecer” (cfr. Lc 18, 1), y puso algunos ejemplos. Había una viuda que todos los días iba a pedirle al juez que le hiciera justicia. Pero el juez no le hacía caso. Ella volvió a insistir y lo hacía cada día, hasta que el juez dice, “ya la voy a atender porque ya me molestó” (vv. 2-5).
Así es la oración, hay que hacerla siempre y sin desfallecer. Porque cuando tú haces oración, haces un acto de humildad, te sientes, incluso, humillado. ¿Por qué tengo que pedir? ¿No es, acaso, desagradable pedir un favor? Cómo nos da pena decirle a un vecino, “échame la mano”. Pero, cuando uno es capaz de superar la humillación, uno encuentra la luz y la solución. Esta mujer recibió de Jesús una alabanza: mujer, tu fe es muy grande (Mt, 15, 28). Desde ese momento quedó curada su hija.
Esto nos enseña a todos lo que Cristo quiso decirle a esta mujer. Hay que pedirlo siempre. La fe tiene pruebas que hay que caminar, que hay que resolver, que hay que insistir. Dios, a veces, parece que se hiciera sordo, porque quiere que crezcas en la fe. Jesús lo puede todo y lo oye todo. Aunque parezca que no se da cuenta, siempre escucha, nos hace bien a nosotros pedir. Nos hace falta tomar conciencia de que Dios es bueno, es grande. Nosotros tenemos que hacer este camino de la fe porque cuando pides un milagro se te olvidó que Dios hizo un milagro y te pareció natural: “me tomé la pastilla y quedé curado”. Tú le habías pedido al Señor un milagro.
A veces, el Señor nos hace este camino tan triste, de humillación, de humildad, pero Dios siempre escucha a sus hijos. Quiere que tú se lo pidas con fervor y con insistencia como esta Cananea que le grita, “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!” Cuando se sientan tristes, cuando saben que hay problemas que no pueden resolver, díganle a Jesús, “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí”, “¡Señor, ayúdame!”. Esa es la actitud de un hijo delante de su padre. Dios nos quiere, pero Él quiere despertar en nosotros la toma de conciencia de quiénes somos y que necesitamos de su amor.
Que Dios bendiga esta comunidad que, bajo el patrocinio de María, Reina de la paz, debe pedir por la paz de sus hogares, su colonia, su municipio, su estado, de México y del mundo entero. Porque, como siempre, las situaciones son muy difíciles y complicadas, pero, en la fe, y sin desfallecer siempre le vamos a decir a Jesús: ¡ayúdanos!