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¡Sean valientes y humildes!

⁠⁠⁠Ordenaciones de diáconos y presbíteros OFM / 19 de agosto del 2017

Agradezco la presencia de todos ustedes, hermanas y hermanos, que, con cariño y fe, quieren ser testigos de este misterio de salvación. Como Cristo con su Espíritu, compartimos la gracia a dos hermanos que serán diáconos y a ocho que serán presbíteros. Agradezco a la comunidad franciscana, a todas las comunidades que celebran con nosotros, de modo especial a su provincial y al visitador que está recorriendo las comunidades de México. Gracias a todos.

Para mí es un gran regalo compartirles lo que yo he recibido, la gracia del Espíritu Santo. La Iglesia ha querido que el Espíritu pase de una generación a otra, que los discípulos de Jesús sigan presentes en el mundo con la gracia sacramental. Hoy, con la imposición de mis manos, con la gracia del Espíritu Santo y con todo el fervor de la Iglesia les transmitimos los poderes de Jesucristo.

La oración con la que iniciamos nos dijo algo muy importante. El Señor quiere que sean valientes y humildes. La Palabra de Dios iluminó perfectamente estas dos características que parecen contradictorias. Pensamos que la humildad es cobardía, y no es así. La humildad es el acto más valiente que una persona realiza frente un desafío.

Hoy dice el Señor, “la mies es mucha y los trabajadores pocos” (Lc 10, 2a). Primera situación, somos minoría, en todos los sentidos, somos pocos los que debemos estar al servicio de muchos. Hay siempre esta ley de desproporción, así lo predijo y así lo quiere Jesús.

Segundo elemento que nos pide la humildad: “los envío como corderos en medio de lobos” (Lc 10,3). ¿Quién parece más poderoso, el lobo o el cordero? Claro que podríamos decir que el lobo, pero Jesús dice que no es así, que el cordero es más poderoso que el lobo.

Lo tercero que me llama la atención es lo que expresó el profeta, “mira Señor soy un muchacho, no tengo la experiencia ni el valor para enfrentar la misión que me propones” (cfr. Jer 1, 6). Hermanas y hermanos, así se lleva la misión de la Iglesia, así el Señor nos pide asumir una actitud humilde, en minoría, en desproporción de fuerza y con las dificultades que tenemos por nuestra experiencia.

Oímos frecuentemente que la Iglesia va reacción de lo que pasa en el mundo. Dicen que no somos expertos en los problemas sociales. Pero esta obra no es nuestra, no depende de nosotros porque no somos un ejército en batalla. Como dijo el Señor en el juicio que le hizo Pilato, “si mi Reino fuera de este mundo, tendría un ejército que me defendiera” (cfr. Jn 18, 36). Pero, no es así.

Esta misión transcurre siempre en la paz. Es la recomendación que le hizo el Señor a sus discípulos, “cuando lleguen a un hogar, cuando lleguen a una ciudad digan, «la paz reine en esta casa, la paz esté en esta ciudad»” (cfr. Lc 10, 5). Así nos presentamos ante Dios y ante el mundo, con nuestra pequeñez, con nuestras debilidades, con nuestra impotencia, con nuestra inexperiencia. Pero estamos seguros que, siempre al final, vence Aquél que parece el perdedor. Siempre en nuestras Iglesias tenemos al Crucificado, el que parece el más débil, el que parece el inexperto, pero termina triunfando, termina dándole la victoria al hombre en la cruz.

Esta comunidad, que está bajo el cuidado de San Francisco, basta que lo vean a él, que recorran su vida y su historia. Él demostró que no es el dinero ni el poder ni ninguna otra cosa lo que vence el mundo, sino solo el amor de Jesucristo. A eso los llama el Señor. A ustedes como diáconos a servir a los más pobres; a ustedes los presbíteros a santificar con misericordia al pueblo de Dios. Siempre anunciando como debe anunciarse el Evangelio, con toda paciencia, comprendiendo el caminar del pueblo, también regalándoles las gracias de Dios con misericordia al que se acerca a confesar, al que pide un consejo, al que tenemos que tratar en medio de sus impertinencias, tratarlos con cariño y con respeto. A todos nos compete siempre el cuidado de los más pobres, porque el diaconado imprime carácter. Los que somos sacerdotes, no dejamos de ser diáconos, tenemos impreso ese mandato, el cuidando a los más necesitados, pero haciéndolo siempre con respeto y caridad.

Nos rebasan siempre las necesidades. ¡Cuántas comunidades necesitan la presencia de un sacerdote! Siempre está esta desproporción que, a veces, no podemos atender, pero el Señor nos dio una recomendación, “rueguen al dueño de la mies para que envíe más trabajadores a sus campos” (Lc 10, 2b). Hermanas y hermanos, la manera de llevar adelante la promoción vocacional, para que haya más religiosos y religiosas, más sacerdotes y más matrimonios cristianos, es siempre poniendo la oración por delante. Pero no olviden que también el buen ejemplo que arrastra y la invitación personal y frecuente.

Que Dios bendiga a la orden franciscana, que también, en estos tiempos, está llamada a vivir con el mismo ímpetu, con las mismas características que lo hiciera san Francisco de Asís en este siglo. Pedimos por ustedes, muchachos, para que sean valientes y humildes.

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